La violencia de género es un problema estructural e histórico que afecta especialmente a las mujeres, por lo que no es espurio que cada año en la conmemoración del 25 de noviembre (Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer) se insista en la necesidad de acabar con el problema que la genera.
En el contexto universitario, la violencia de género produce exclusión educativa y laboral. Lo hace en diversos niveles y permea en distintos ámbitos. En primer lugar, genera estados de estrés que apuntan a sobrevivir a la situación de violencia y construir estrategias para que esta disminuya o se detenga.
Está demás decir los efectos cognitivos, de fatiga y agotamiento que todo aquello produce. “¿Estará en la clase hoy?”, “Si salgo de mi casa, ¿estará esperándome?”, “¿se habrá enterado de que hablé?”, “¿se habrá conseguido mi nuevo teléfono?”. Estas son algunas de las preguntas que emergen en el discurso de quienes son sobrevivientes de violencia de género.
Afecta desde el punto de vista emocional, pudiéndose presentar culpa, vergüenza, desesperación e impotencia, entre otras emociones. Estas, generalmente, van aparejadas con no saber bien cómo reaccionar ni a quién acudir. Se cruza, además, con el miedo al enjuiciamiento del entorno.
“¿Me creerán si lo cuento?”, “¿será que no es para tanto?”, “¿para qué voy a decir algo si al final no va a pasar nada?”, “vi lo terrible que fue para mi compañera, yo no podría soportar algo así”. Los efectos de la violencia también se aprecian en el comportamiento de las personas sobrevivientes, iniciando un monitoreo constante de lugares, momentos y relaciones que pongan nuevamente en peligro a la persona, a vivir nuevas situaciones de victimización.
“Ahora no hablo en clases, y mantengo mi cámara apagada”, “cuando salgo a la calle tengo crisis de pánico, le pido a mi pareja que me acompañe a todos lados porque no puedo estar sola”, “le pedí al profesor que me hiciera un trabajo escrito, porque no podía presentar en público”.
La violencia de género también afecta las relaciones y la participación en lo colectivo, de modo tal que las redes de apoyo muchas veces se debilitan y las personas sobrevivientes, sienten que sus vínculos con la comunidad se han debilitado o derechamente desaparecido.
“El sólo pensar en volver a la universidad, me pone mal”, “ya no hablo con la mayoría de mis compañeros, como me atrasé ahora estoy en otro curso”, “mi vínculo con la universidad es cero, luego de todo lo que pasé”, “saqué el título por compromiso con mi familia, pero significa poco para mí”. Todos estos efectos suelen enmascararse en otro tipo de lenguajes, que tienden a interpretar la situación en base a dificultades individuales, y no a las causas estructurales que producen la violencia de género.
Así, las personas sobrevivientes suelen ser descritas por su entorno como conflictivas, erráticas, sensibles o desequilibradas. Sus trayectorias académicas se truncan con nombres tales como retiro temporal, congelamiento, matrícula atrasada, eliminación, entre otros términos. Desde el punto de vista psicológico, vemos una marcada prevalencia de diagnósticos de ansiedad, depresión y estrés postraumático que, vistos desde un punto de vista social externo al tratamiento, se suelen atribuir a las características individuales de las personas, y no a respuestas esperadas ante situaciones de violencia.
En la vida educativa, la exclusión por esta razón se vincula con el sin sentido. De considerar los efectos directos de la violencia sin relevar también la pérdida de oportunidades de desarrollo, participación y autorrealización, que muchas veces son dramáticas para las personas sobrevivientes.
Solo por mencionar algunas, se encuentran la inasistencia a clases, los atrasos en entregas de evaluaciones, la baja del rendimiento y el aumento de años de estudio. También se observa en ocasiones la pérdida de beneficios y becas, la necesidad de tomarse licencias médicas y el abandono del espacio universitario.
Incluso se pueden advertir efectos en la trayectoria académica y profesional a largo plazo, como la renuncia total a la idea de ejercer la carrera que se estudió, producto de la ruptura de redes y destrucción del sentido de pertenencia a la comunidad. Contrario a lo que pueda parecer, las situaciones de violencia de género sí pueden resignificarse.
Las personas sí pueden restablecer su bienestar psicosocial. Sin embargo, un pronóstico positivo depende sí o sí del entorno comunitario, ya que este problema no puede reducirse a un análisis individual, casuístico, psicopatológico, moralizante ni productivista, sino más bien de consciencia colectiva, de responsabilidad compartida y de apoyo mutuo.
Es imperioso intencionar acciones que apunten a mantener a las personas sobrevivientes de violencia de género en la comunidad universitaria, construyendo ambientes que reconozcan la existencia de un problema que es estructural, con múltiples manifestaciones y efectos.
Esto es relevante tanto a nivel de relaciones humanas como a nivel de unidades universitarias, tanto académicas como administrativas. Así, mancomunadamente, se puede aportar efectivamente al cambio de las lógicas que producen la violencia de género y obstruyen los procesos de recuperación de quienes sobreviven a esta.