Seguimos enfrentando días de incertidumbre no sólo por el aumento de los contagios del Covid-19 en su nueva variante Ómicron, sino además por los diferentes temas que nos afligen: económicos (aumento de inflación y de brechas por consiguiente, etc.), la creciente y sostenida inseguridad en calles, hogares y caminos, unido al aumento de las drogas y sus efectos, a lo que se suman los problemas derivados del cambio climático y nuestra insensibilidad al tema ambiental (sequias, ambientes tóxicos, mal tratamiento de residuos, etc.).
Si bien el presidente electo ha tranquilizado a sectores influyentes del Chile, (empresarios, inversionistas, etc.), es cierto que el ánimo de los habitantes del país no anda muy bien; las vacaciones se han pospuesto en muchos casos por lo que la necesidad de salir, de cambiar de espacios se ha reducido, y la agresividad en las calles junto con la violencia en los hogares y centros de trabajo, evidencian parte de estos altos problemas de salud mental que hace tiempo estamos observando. Y, en todo este cuadro, no muy alentador, están los niños, las niñas y los jóvenes.
A los educadores nos preocupa todo lo que pasa en la sociedad, porque tiene influencia formativa o limitante; vemos a los jóvenes, quienes son habitualmente los más ilusionados generacionalmente en que todo puede ser mejor, con cierto ánimo pensando en los futuros cambios que puede favorecer el nuevo gobierno y la nueva Constitución; pero ello requiere de tiempo y recursos para que se hagan realidad.
En su diario vivir actual, muchos estudiantes y egresados de educación superior no encuentran trabajo acorde a sus estudios; una cantidad de ellos está en el delivery o de “operador” de tienda, nuevo eufemismo para pedirle a los exvendedores que hagan de “todo” hasta limpiar baños o descargar la mercadería de reposición. Extrañamos los “trabajos de verano” organizados por las federaciones de estudiantes, que iban a hacer lo suyo con las comunidades más necesitadas (enseñar, construir, asesorar, sanar, etc.) y a aprender a la vez cómo es la realidad del país en las poblaciones, campos y otros espacios.
¿Y qué pasa con los párvulos y escolares? Sabemos por estudios recientes, de sus necesidades emocionales, de lenguaje y sociales producto de la pandemia. Entre las emocionales, que son variadas, aparece una cierta desesperanza al no haber los cambios que desean (volver a la escuela, salir de vacaciones, jugar con sus compañeros, etc.).
Ellos, por la etapa de vida en que se encuentran, no tienen la suficiente amplitud (que incluso a nosotros nos cuesta) para considerar que todo esto es un período en nuestra existencia y que después bajará o cambiará. La humanidad ha enfrentado en su historia pestes tremendas y con menos herramientas que las que tenemos actualmente; ha experimentado quiebras económicas y sociales devastadoras como las que producen las guerras, y siempre se ha salido de ellas. El cambio climático también se ha dado en la historia del planeta con enormes desapariciones de especies y ambientes, pero hoy a diferencia, sabemos de qué se trata, y como atenuarlo.
El problema es que nosotros los adultos, no aplicamos todo el saber que tenemos, para menguar estos enormes problemas, y la educación, tampoco los aborda con el énfasis que se necesita. Para contrarrestar este ambiente desalentador se necesita incrementar la esperanza que se puede aprender y superar la desesperanza paralizadora.
Ya hace muchos años, el gran maestro Pablo Freire lo señaló en su libro: “Pedagogía de la Esperanza” (1992), haciendo un fuerte llamado a tener presente que: “la desesperanza nos inmoviliza y nos hace sucumbir al fatalismo en que no es posible reunir las fuerzas indispensables para el embate recreador del mundo”. Por ello, llama a asumir el poder que tenemos de transformar la realidad a partir de datos concretos y con una mirada crítica, no ilusoria carente de bases.
En la actualidad, otros autores han abordado este tema, entre ellos, una gran mujer que ha luchado contra la indiferencia humana hacia los animales, la célebre naturalista Jane Goodall que se hizo conocida por su trabajo de investigación con los chimpancés en África.
Hoy con sus casi 90 años, nos entrega: “El libro de la esperanza. Una guía de supervivencia para tiempos difíciles” (2021). En ella expresa que la esperanza no es “optimismo pasivo” y que la esperanza genuina requiere acción y compromiso, agregando que, además, es contagiosa. Desea avanzar de la clasificación de “emoción” que algunos le dan, para plantear que es un atributo humano de supervivencia, que permite sobrevivir, y que es muy importante para ello, la confianza y el trabajo grupal, porque las personas se potencian entre sí.
Estos aportes nos hacen extraer sugerencias para el ámbito educativo-formativo. Es básico tener confianza en que se puede mejorar, pero a la vez, considerar las bases que lo permiten y realizar un trabajo comprometido, sostenido y orientado ejecutado en lo posible con otros por su rol potenciador y “contagioso”.
Esto se traduce en el hogar o la escuela en asumir los adultos esta actitud positiva y activa frente a nuestros niños y niñas, y emprender, por ejemplo, pequeños proyectos con ellos (ambientales, sociales) que pueden ayudar a una mejor vida, pero cuidando que ellos comprendan su razón y resultados.
Conocer experiencias de otros grupos de niños/as, jóvenes y adultos que emprenden acciones en los distintos campos en que se requiere cambios, es también estimulante, y se pueden obtener sugerencias de formas de proceder.
En fin, lo importante es creer en la esperanza con bases y construir con otros. Eso lo hemos hecho los chilenos y chilenas en muchos momentos difíciles en nuestro país. Ojalá que esa fortaleza potenciadora, la recuperemos y la extendamos. Nosotros y nuestros descendientes lo requieren, y nuestra madre-tierra tan dañada, también.