Con una perspectiva de 5 años, el estallido de octubre de 2019 sigue siendo objeto de disputa política, entre quienes sostienen que constituyó una manifestación de malestar frente a problemas persistentes y otros que piensan que para bien o para mal, fue un gatillador del proceso político posterior. Vale decir, el 18-O como una consecuencia de condiciones previas o como factor performativo de cambios.
La percepción frente al estallido social de 2019 se ha modificado considerablemente con el paso del tiempo, disminuyendo su evaluación positiva desde 67% en julio de 2020 a 44% en octubre de 2024. Paradojalmente, en los últimos dos años ha vuelto a aumentar la opinión que las manifestaciones violentas constituyen en la práctica el único camino para ser escuchados por la clase política. (Encuesta Criteria, octubre de 2024)
En esta perspectiva, una razón que explicaría este negativismo creciente es la incapacidad de la clase política para conducir y gobernar los cambios. El Informe de Desarrollo Humano del PNUD (IDH PNUD, 2024) muestra que para un 59% de los chilenos, el país ha empeorado en los últimos 5 años y un porcentaje similar cree que los cambios recientes han empeorado la situación. En el mismo estudio se establece que la principal debilidad de los liderazgos políticos consiste en anteponer sus intereses personales (23%). Como se entenderá, los fracasos de los dos procesos constituyentes, la lentitud en la tramitación legislativa de reformas relevantes y el atrincheramiento de las fuerzas políticas confirman esta percepción de incompetencia transversal.
El economista Albert O. Hirschman (1991) sostuvo hace bastante tiempo que los desenlaces de las crisis políticas dependen de qué argumentaciones o narrativas se impongan políticamente, asumiendo que, en cualquier contexto de transformación, existe una confrontación de intereses favorables al cambio y otros partidarios de la reacción. Esto es, a todo impulso al cambio, le sucede un impulso para volver al estado anterior. El desenlace de este choque de fuerzas depende de la capacidad estratégica de los actores políticos para imponer una u otra narrativa.
Hirschman señalaba que cualquier coalición política orientada a romper el statu quo enfrentará al menos tres tipos de argumentos en contra, frente a los cuales se jugará el resultado de una crisis:
1. La tesis de la “perversidad”, esto es, que las acciones tendientes a mejorar el orden político social o económico contribuyen a agudizar el problema que desean resolver.
2. La tesis de la “futilidad”, que sostiene que los intentos por transformar el orden fracasan porque no logran modificar aquellas condiciones permanentes e inalterables de la vida social, en su momento denominadas “leyes de hierro”.
3. La tesis del “riesgo”, que infiere que los cambios encuentran obstáculos en la medida que los costos de la reforma propuesta pueden llegar a ser tan elevados que ponen en cuestión el propósito de romper el statu quo.
Las consecuencias de mediano y largo plazo del estallido social en Chile aún no se encuentran totalmente definidas y dependerán de las decisiones de los actores, de cuáles sean los umbrales de incertidumbre y de los costos que la sociedad esté dispuesta a asumir. Si conocemos las consecuencias inmediatas de la crisis del 2019 que han exacerbado los problemas de conducción política en nuestra democracia ya existentes desde hace una década atrás.
Pensar estratégicamente los cambios posibles en Chile requieren identificar las restricciones y amenazas de dicho proceso. Nunca más claro que como lo afirmó Alfred N. Whitehead: “Los principales avances de la civilización son procesos que casi arruinan a las sociedades donde tienen lugar”. En nuestra opinión, lo que suele salvar de la ruina a las sociedades que experimentan estos momentos de crisis profundas suele ser la racionalidad, la prudencia y la conciencia de las restricciones por parte de la clase política, más que la “voluntad ebria de sí misma”.