La tercera y última temporada de “¿Me escuchas?” (Télé-Québec, 2018-) se debería estrenar antes de fin de año en Netflix. No andaré con rodeos: esta serie es un imperdible. Cierto, no es una comedia, no transporta a un mundo de fantasía, no reconstruye una época histórica con sutileza.
Dicho de manera directa, si lo que se busca es extraerse de la rutina, de lo ordinario, es mejor no detenerse aquí. “¿Me escuchas?”, sin embargo, hace mucho más: cuestiona.
A partir de un relato sobre el cotidiano y del montaje de micro-relaciones de poder, desarrolla un relato situado en los barrios pobres de Montreal (oeste de la ciudad) donde, para los personajes y su entorno, el porvenir no es más que la supervivencia del presente. Violencia, alcohol, drogas, relaciones familiares, trabajo, instituciones (el dispositivo psicológico o la cárcel, entre otras)…
El mundo de “¿Me escuchas?” es un laberinto en el cual los personajes no tienen voz si no es gritando, y en donde no se les presta atención si es que no cometen excesos. Las redes de solidaridad están ausentes, y el apoyo se conforma y restringe a los círculos más cercanos, a una suerte de tejido cerrado y desfragmentado, o bien al intercambio (de bienes y productos o de sexo).
Estéticamente, la serie de Florence Longpré (quien también encarna el papel de Ada) busca la autenticidad. No tanto un realismo que sature los episodios de sentidos objetivistas, sino una ficción que deje el espacio a un símil de tiempo real propio del documental sin una base de maquillaje superfluo. Como telespectadores, nos sumergimos en la historia de vidas rotas, nos adentramos en sus dificultades, lágrimas y carcajadas, temiendo por ellas, vibrando ante tanta fragilidad, resiliencia, orgullo y capacidad de reinvención.
“¿Me escuchas?” es la historia de mujeres, de tres generaciones de mujeres. Ada, Carolanne y Fabi, amigas de infancia, veinteañeras, bordeando los treinta, machacadas por la desigualdad, la precariedad y los abusos; las madres de las dos primeras, Bianca y Line, cuyas miradas sin esperanzas reflejan la violencia en todas sus formas; y Nena, sobrina de Fabiola, que pasa de un hogar a otro para matizar las consecuencias que podría tener la drogadicción de su madre en su vida. Varias mujeres secundarias terminan de estructurar la historia (Amélie, la psicóloga; Karine, la prima de Ada; Tessa, la amiga de la cárcel).
Estas últimas, así como Pretzel (un travesti amigo de Ada) metaforizan cierta proyección -contra todo determinismo-, tal como funcionan las réplicas cómicas a contra-tiempo. La risa de la subordinación, que hace olvidar esta condición durante algunos minutos o algunas horas, termina reforzándola como si fuera un carnaval.
Junto con la música, estas son las principales escapatorias de las protagonistas, sin jamás evitar una implacable vuelta al orden, a la pobreza y a la violencia cotidiana y estructural. La primera temporada es una huida hacia delante, una montaña rusa que siempre vuelve al inicio del problema (“Mi papá es el mejor”, capítulo 9) cortando cualquier proyección de las protagonistas (“Éramos tan lindas”, episodio 10).
La segunda temporada incluye analepsis externas a largo plazo: los flash-backs hacia la niñez de las tres protagonistas (siempre juntas) llevan explicaciones sobre el contexto familiar conflictual a la actual situación trágica.
La violencia de género se encuentra en el origen mismo de las protagonistas y la organización del relato
pareciera vehiculización de una perpetua repetición. La construcción de los personajes masculinos ofrece, sin embargo, un abanico de posibilidades: son perpetradores de violencia hacia las mujeres (Kevin) o abusadores (Jean-Michel, Alain), cierto, y también son quienes están siempre presentes (Marcel), los que animan (Henri), los tiernos (León), los sensibles (Frank), los despistados (Nassim).
Ya veremos qué rumbo tomará la tercera temporada entre, por ejemplo, una salida fuera de la violencia, un perdón o un inexorable recomienzo.