La idea que encarnó el presidente Boric en su proyecto político “está muerta y enterrada”. Con esa frase categórica, Daniel Matamala abrió su columna “Qué es el boricismo”, publicada en La Tercera el día de la primera vuelta. De inmediato añadió otra afirmación igual de provocadora: pese al fracaso del proyecto, la figura política del presidente podría salir indemne. La nostalgia —advierte— podría incluso jugar a su favor, del mismo modo que ocurrió con Michelle Bachelet en 2014 y con Sebastián Piñera en 2018, cuando ambos regresaron a La Moneda.
Sin embargo, Matamala no resuelve la paradoja que él mismo instala. Por el contrario, la profundiza. Sostiene que Boric, indemne, podría liderar la oposición a un eventual gobierno de José Antonio Kast desde lo que denomina el “boricismo”. Y aquí introduce un concepto que me resulta familiar —y que celebro que introduzca en la discusión pública—: el “significante vacío”.
Como investigador formado en la Escuela de Essex de análisis del discurso, fundada por Ernesto Laclau —donde realicé mi doctorado bajo la supervisión de Jason Glynos, uno de sus principales continuadores—, no puedo dejar de señalar que el uso del término realizado por Matamala es, aunque interesante, teóricamente impreciso. En el enfoque postmarxista, el “significante vacío” no alude simplemente a una palabra sin contenido, sino a una categoría
clave del análisis político: un símbolo capaz de reunir y condensar demandas diversas, que a través de la disputa política puede llegar a ocupar una posición hegemónica.
Un movimiento que nace desde la derrota y carece de identidad difícilmente puede transformarse en una fuerza contrahegemónica si no logra proyectar un horizonte ideológico articulado en torno a un significante vacío. Durante años, para la derecha ese significante ha sido la Seguridad (con S mayúscula). Tras el estallido social, este se consolidó al articular en una misma estructura simbólica fenómenos como la criminalidad y la delincuencia con la violencia y el llamado octubrismo. A partir de ello, la derecha ha conseguido hegemonizar el sentido simbólico que ordena la percepción de la realidad social.
Bajo esa definición, el boricismo como significante vacío es una posibilidad semánticamente interesante… pero políticamente irrelevante para Chile. No porque carezca de valor para Boric, su ego o su círculo cercano, sino porque difícilmente puede reanimar un proyecto capaz de disputar la hegemonía que la derecha parece encaminarse a consolidar tras la segunda vuelta de diciembre de 2024.
Aceptar que el boricismo pueda representar el nuevo horizonte contrahegemónico de la izquierda implicaría abrir una disputa interna en el Frente Amplio y el resto de la izquierda por definir arbitrariamente su identidad. Es decir, articular un proyecto desde una persona —Boric— en vez de un principio o ideal. El riesgo es evidente: vaciar la base ideológica que dio origen a ese espacio político y terminar reproduciendo una política declarativa, de consignas, sin densidad programática. En definitiva, una izquierda woke.
La historia ofrece advertencias pertinentes. A Marx le incomodaba profundamente el término “marxismo”, pues quienes lo enarbolaban se alejaban de su filosofía original abrazando un cientificismo determinista que él nunca sostuvo del todo. Algo similar ocurría con Álvaro García Linera y el concepto de “evismo”: no quería un proyecto orbitando exclusivamente en torno al líder. Su respuesta —ingeniosa y eficaz— fue ampliar su significado y convertirlo en el nombre del proyecto político que articuló a cocaleros, pueblos originarios, mineros y otros actores sociales. Nos guste o no, ese fue uno de los proyectos más exitosos de la Bolivia reciente, con dos décadas de estabilidad y avances inéditos.
Estos ejemplos ilustran lo que Matamala pasa por alto. El boricismo no está condenado a ser un significante vacío, pero tampoco debe serlo. Más que erigirse como etiqueta identitaria del expresidente, debería devenir en una corriente dentro del Frente Amplio y la izquierda que levante un ideal articulador. Igualdad, justicia, seguridad, libertad, solidaridad, desarrollo: cualquiera de esos principios podría ser el significante vacío que, tras la disputa hegemónica, otorgue coherencia a un nuevo proyecto político de la izquierda.
Si el boricismo quiere sobrevivir como algo más que una nostalgia personalista, su misión no puede ser proteger la figura del líder, sino construir el horizonte que hoy la izquierda no tiene.
Solo así estaría en condiciones de disputar el poder a una derecha que avanza, con paso firme, a ocupar el centro de gravedad de la política chilena.
