Hace casi un año, el 8 de noviembre de 2024, Julia del Carmen Chuñil Catricura, lideresa mapuche, defensora del bosque nativo y presidenta de la Comunidad Putreguel, salió a pie desde su casa en Máfil, Región de Los Ríos, acompañada por su perro, Cholito. Nunca volvió… Desde entonces, la búsqueda ha sido infructuosa. La familia, las comunidades y diversas organizaciones han denunciado negligencia, amenazas previas, hostigamientos y una violencia que no es nueva, pero que en este caso ha adquirido un silencio atronador. Julia sigue desaparecida.
Este caso ha tenido un eco creciente en medios, redes y espacios institucionales. Se ha exigido acción estatal, se ha impulsado un proyecto de ley para proteger a defensores medioambientales, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha emitido medidas cautelares. Pero más allá del terreno judicial, la desaparición de Julia nos obliga a preguntarnos: ¿qué implica este caso para quienes estudian, defienden o intervienen los ecosistemas? ¿Qué papel pueden tener las ciencias socioambientales y educacionales en contextos donde cuidar la tierra puede costarte la vida?
Más que una amenaza: una oportunidad crítica para las ciencias socioambientales y la educación
Casos como el de Julia no deben verse solo como una amenaza, sino como un llamado urgente a la reflexión y a la acción. Una oportunidad para que las ciencias socioambientales y su educación se involucren con más fuerza, más ética y más compromiso con los territorios. Esto implica reconocer los desbalances de poder que atraviesan la producción y circulación del conocimiento, y actuar para transformarlos desde prácticas de colaboración genuina. También supone abrirse a otras formas de comprender y construir conocimiento, aquellas que surgen del ser, de la vivencia y de la convivencia con la naturaleza. Julia no era científica en el sentido académico, pero su conocimiento del bosque, de los ciclos naturales y de las relaciones entre humanos y ecosistemas era profundo. Defendía una mirada donde cada ser tiene un propósito, donde se vive en reciprocidad y en cuidado, usando lo justo, desde una cosmovisión colectiva y horizontal.
Su desaparición es una pérdida no solo humana, sino también de saberes vivos. Frente a eso, la ciencia tiene la posibilidad, y la responsabilidad, de actuar distinto: colaborar con comunidades no como fuente de datos, sino como socias en la coproducción de conocimiento; reconocer los saberes indígenas como formas válidas de comprensión de los ecosistemas; diseñar investigaciones relevantes para los territorios que respeten tiempos, lenguajes y necesidades locales; documentar y visibilizar amenazas y conflictos no sólo para que no pasen al olvido, sino que para indagar en patrones más generalizados que permitan identificar y enfrentarlos de manera más integrada y justa.
No se trata solo de hacernos preguntas ni de implementar métodos para responderlas. Se trata de estar presentes, de respetar, de escuchar, de aprender y de cuidar.
Educar en la memoria
La desaparición de Julia también plantea una pregunta profunda: ¿qué estamos enseñando? ¿Dónde y cómo hablamos de los conflictos socioambientales, de las defensoras del territorio, de los riesgos que enfrentan? Su historia no puede quedar fuera de las aulas, especialmente en carreras vinculadas a lo ambiental, lo social o lo legal.
En este sentido, el Acuerdo de Escazú (el primer tratado regional sobre acceso a la información, participación pública y justicia en asuntos ambientales en América Latina y el Caribe) adquiere una relevancia ineludible. Su espíritu no solo debe entenderse jurídico, sino también como pedagógico y ético: debe promover una cultura de transparencia, diálogo y protección de quienes defienden la naturaleza. Incorporar sus principios en la formación científica y educativa es una manera concreta de responder al llamado que deja el caso de Julia Chuñil. Porque enseñar sobre Escazú no es solo hablar de derechos, sino también de responsabilidades compartidas: de cuidar a quienes cuidan, de formar profesionales capaces de acompañar, monitorear, empoderar en procesos territoriales.
La educación, tanto escolar como superior, debe formar personas capaces de comprender la complejidad de los territorios, de dialogar con otros saberes, otras formas de conocimiento y de actuar con compromiso. Educar también es formar en justicia y dignidad, en sensibilidad con la vida y con cada ser que la posee. Educar también es proteger-nos. También es construir memoria, es no olvidar, es prepararnos para no repetir los errores del pasado con que, lamentablemente, nos seguimos enfrentando.
Julia nos falta, pero también nos convoca
Preguntarse dónde está Julia no es solo un acto de justicia. Es también preguntarse qué ciencia queremos construir, qué educación necesitamos y qué territorios soñamos habitar. En medio del dolor, también hay una certeza: el conocimiento que no se pone al servicio de la vida es, hoy, un lujo que no podemos permitirnos.
Que el caso de Julia Chuñil no nos paralice. Que nos haga actuar mejor y de forma más consciente, desde donde cada uno pueda. Que nos enseñe a comunicarnos con lenguajes que no excluyan ni olviden y nos permitan escuchar de forma profunda. Que nos recuerde que, sin justicia territorial, no hay ciencia ni futuro posible.
