El oficio de representante surgió para suplir una carencia enorme: proteger y custodiar los contratos de los protagonistas de la actividad, los jugadores de fútbol. Durante muchas décadas los futbolistas recibieron mucho menos de lo que merecían y generaban.
Después los representantes pasaron a manejar la carrera de algunos entrenadores, lo que muchas veces podía generar un evidente conflicto de intereses. Hay largas historias que demuestran cómo un técnico determinado conformaba planteles sólo con jugadores representados por el mismo agente.
Pero la codicia creció. Ya no eran sólo los jugadores ni lo entrenadores sino que pasaron a ser propietarios o accionistas de los clubes. Para no ser tan evidentes, usaron muchas veces palos blancos o empresas, pues la legislación impide que representantes participen en cualquier propiedad de los equipos.
La vereda se había cruzado evidentemente. Los representantes manejaban carreras de jugadores, también de entrenadores, conocían los presupuestos del fútbol, formaban alianzas con instituciones donde podían instalar a sus representados. Pero no contentos con eso, ahora son intermediarios para conseguir auspiciadores, pero no cualquier patrocinio, sino las casas de apuestas con todo el manto de duda que significa. ¿Es necesario explicar lo peligroso que es cruzar las apuestas deportivas con los equipos de fútbol y las competencias? Un debate que en Europa está instalado hace rato y cuyas respuestas son las inciertas como las propias interrogantes.
El fútbol está tomado por los representantes por culpas propias y por una actividad que simplemente los dejó crecer a alturas que ya no es posible controlar. Excedieron su rol con largueza y hoy definen prácticamente cada aspecto de la actividad. Cómo no hacerlo si están presentes en todos los lados del mostrador.