Imaginemos, por un momento, a una mujer mayor de 70 años que vive en silencio las múltiples violencias que marcan su día a día. Cada mañana, esta mujer despierta enfrentándose a un entorno que la agrede de distintas maneras. En casa, su marido la trata con desprecio, lanzando palabras hirientes y controlando cada aspecto de su vida. Hay veces que su marido la obliga a tener relaciones sexuales. Son décadas de matrimonio, y por lo mismo, una violencia crónica que ha aprendido a soportar en soledad. Tiene 2 hijos, aunque bien intencionados, se refieren a ella con una condescendencia que niega su autonomía, minimizando sus opiniones o decisiones con frases como “mamá, no te preocupes, tú ya no entiendes esas cosas”. Ese marido es lo que coloquialmente llamamos “el abuelito”.
Buscando distraerse, esta mujer prende la televisión. Pero ahí no ve mujeres mayores como ella representadas de manera digna. Los programas están plagados de imágenes de mujeres jóvenes, mientras que las mayores aparecen, si acaso, en roles estereotipados, caricaturizadas o invisibilizadas. El silencio mediático también es una forma de violencia, una que reafirma que, para la sociedad, su vida ya no importa. Lo atractivo es la juventud. Afuera, en el mundo, está mujer mayor enfrenta otras violencias menos evidentes, pero igualmente crueles: el rechazo social hacia su imagen, el mandato de "mantenerse joven" en una sociedad obsesionada con la estética, y la invisibilización de sus deseos, su voz y su experiencia.
Este caso no es aislado. Es un reflejo de las múltiples capas de violencia que afectan a muchas mujeres mayores y que, a menudo, pasan desapercibidas. Desde una perspectiva teórica, la violencia hacia las mujeres mayores se entiende como un fenómeno interseccional, donde el género, la edad y otras desigualdades estructurales se entrecruzan para profundizar las vulneraciones. Según la Organización Mundial de la Salud, la violencia contra las personas mayores puede adoptar formas físicas, psicológicas, económicas o sexuales, y se suma a violencias estructurales como la exclusión social y el viejismo, o discriminación por motivos de edad hacia personas mayores.
Sin embargo, cuando hablamos de mujeres mayores, estas violencias se complejizan aún más por los mandatos de género que han enfrentado a lo largo de sus vidas. La dependencia económica, la carga de cuidados que nunca termina y los estereotipos que las infantilizan o las despojan de agencia perpetúan dinámicas que, aunque normalizadas, constituyen formas de opresión. La violencia estética, por ejemplo, impone un ideal de belleza que no reconoce la diversidad del envejecimiento, haciendo que las mujeres mayores se sientan insuficientes o irrelevantes.
Un dato relevante: Hasta la cuarta edición de la Encuesta de Violencia contra la Mujer en el Ámbito de Violencia Intrafamiliar y otros espacios (2019), las mujeres mayores de 65 años no habían sido consideradas en el estudio. Al incluirlas, los resultados mostraron que un 30% había sufrido violencia psicológica en su hogar, un 16% violencia física, y un 9,5% violencia sexual. Además, un 15% reportó aislamiento o abandono, insultos o gritos, y abuso económico o físico.
No podemos seguir mirando hacia el lado. Ignorar estas realidades perpetúa un círculo de maltrato y silencio que afecta a las mujeres mayores de nuestras comunidades. Necesitamos actuar: escuchar sus historias, validar sus experiencias y exigir políticas públicas que enfrenten estas violencias desde una perspectiva integral, que no solo las proteja, sino que también promueva su participación activa como ciudadanas plenas.
Hoy, más que nunca, debemos reconocer que las mujeres mayores no son solo testigos del tiempo, sino protagonistas de su presente. Rompamos el silencio y hagamos de esta lucha una prioridad colectiva. Porque, al fin y al cabo, el caso de mas arriba podría ser cualquiera de las mujeres que amamos.